¿A QUIEN QUERES MAS, A TU PAPA O A TU MAMA?
¡Yo creía que quedándome ayudaba a los pibes¡ ¡Lo que más nos aterraba era anunciárselo a los chicos!. ¡Soporté todo con tal de que la familia no se destruyera. Que tire la primera piedra el separado con hijos que en algún momento no haya pasado por estas vivencias.
El tema no es sencillo, aunque así pretendan verlo ciertos medios de comunicación masiva, sobre todo desde que la tardía promulgación de la Ley de Divorcio Vincular llevó estas cuestiones al debate público. En ese marco, se ha repetido hasta el cansancio que no es el divorcio lo que daña a los hijos, sino el hecho de que sus padres convivan sin amor. No abundaremos entonces en sentencias similares, que aunque sean certeras, no dicen mucho. No nos ayudan a entender, por ejemplo, de qué modo los padres se sienten culpables frente a los hijos o los siguen utilizando para dirimir sus problemas no resueltos. Por otra parte tampoco trataremos de establecer aquí un catálogo de conductas aptas para padres divorciados. Ya existen suficientes libros que tratan este aspecto; algunos no pueden evitar confundir reflexión con receta y, de este modo, a los padres sólo les resta hacer esto o aquello por el bien de sus hijos como si efectivamente uno pudiera hacer por otros lo que aún no pudo hacer consigo mismo.
Nos interesa más otro intento: desentrañar cuán sutiles podemos ser utilizando a los hijos para continuar pegados a nuestro ex. También, descubrir hasta qué punto los chicos son un recordatorio constante de la familia rota y, en esa medida, qué difícil resulta sortear la tentación de llenar con ellos el vacío que sentimos luego de la separación, o, por el contrario, qué poderoso es el impulso de alejarnos de ellos por la misma causa (hace falta decir que tienden más a lo primero las mujeres, y los hombres a lo segundo).
Demasiado frecuentemente, los hijos se convierten en este patético pilar sobre el cual procuramos apoyarnos cuando todavía no estamos en condiciones de aceptar que el matrimonio terminó. En nombre de ellos podemos postergar la separación, o aún separados prolongar la pelea. Y cuesta mucho discriminar qué le corresponde a cada quien, literal y metafóricamente hablando.
En el momento de la ruptura y durante los primeros tiempos luego del divorcio, hay cuestiones muy concretas que no admiten evasivas en su resolución: la cuota por alimentos y el régimen de visitas del progenitor que no posee la tenencia, cambios de vivienda e incluso de escuelamotivados por la separación. Todo esto debe encararse cuando la herida está fresca, cuando nos angustia el desamparo o nos invade el enojo y todo aquello que antes resolvíamos de a dos, hoy nos acosa en soledad. Ahí estamos, ligados a la persona de la cual nos separamos porque no la soportábamos o porque nos abandonó. Ligados por los hijos, que cotidianamente nos recuerdan que aunque el matrimonio ya no exista la pareja parental dura toda la vida.
En el peor de los casos habrá litigios feroces, padres que se borran o madres que les impiden ver a sus hijos, chicos que se convierten en portavoces de lo que los adultos no se animan a decirse entre sí, adolescentes que amenazan, se deprimen o chantajean. Y en la mejor de las situaciones, lo que existirá es una inevitable punzada de susto y de dolor, chispazos o fogatas- de pena irremediable por todo aquello que alguna vez soñamos hacer por los hijos en conjunto, cada día, y hoy debemos concertar cada tanto por teléfono o incómodamente sentados a la mesa de un café.
Dice Pablo: ¡Hace ya un año que me separé y todavía me pasa que a veces quedo aturdido cuando llamo para hablar con mi hijo y sorpresivamente es ella quien atiende el teléfono. Envidio a los que no tienen chicos en común; ahí la cosa se termina y podes no cruzarte nunca más con tu ex!. En el caso de Sergio, que se separó hace apenas seis meses, la resolución de este aspecto fue tajante: luego de dos o tres encuentros en que llegar a un acuerdo se volvía casi imposible, todas las comunicaciones entre los padres se realizan por medio de un abogado. En cuanto a Nancy, su experiencia aporta una vuelta de tuerca significativa: ¡Durante los primeros tiempos, me vanagloriaba de lo amistosas que eran nuestras relaciones; con mi ex no hablábamos de nuestras vidas privadas, pero nos consultábamos al dedillo por todo lo que tenía que ver con los chicos, y cada vez que él venía a casa a buscarlos terminaba quedándose un ratito a tomar café. Hasta que un día la nena me contó que él tenía una novia y a mí me dio un ataque de celos brutal, igual que si siguiéramos casados. Ahí me di cuenta de que lo anterior era una ilusión: con la excusa de hablar de los hijos yo, por lo menos, seguía muy enganchada con él y no empezaba nunca a hacer mi vida ni a tomar mis propias decisiones!.
No todos los separados aciertan a descubrir tan rápidamente como Nancy sus propios mecanismos para aferrarse a la ilusión o a la pelea. En su caso, el hecho de que incluso la separación hubiera sido amistosa y ambos continuaran compartiendo la genuina preocupación por la crianza, favoreció el sentimiento de un espejismo. En otras rupturas, donde la tónica estuvo dada por discusiones y enfrentamientos de todo tipo, es común que la pelea prosiga a través de los hijos (y todo lo que hay que acordar respecto de ellos). Con lo cual, por otra vía, también se produce un espejismo difícil de detectar: mientras más litiguen, tanto el hombre como la mujer quedarán más pegados al pasado, reproduciendo a veces reproches y reclamos idénticos a los que se daban durante la convivencia. Si, además, uno de los dos forma nueva pareja, el ex que permanece pegado experimentará celos que pueden llegar a ser devastadores y que lo llevarán a intensificar el enfrentamiento supuestamente en nombre de problemas relacionados con los hijos.
No es fácil advertir todo esto, ya que generalmente existe una base real, algún motivo concreto que justifica el enojo. Así, hay parejas que se aferran durante años a un engranaje que tritura sobre todo a los hijos. Sin embargo, pensar en el daño que se les ocasiona a ellos suele no ser suficiente para modificar la situación. Hace falta conectarse con algo más: precisamente con el propio desamparo y el reconocimiento de la pérdida, para poder luego dar un paso más y recuperar la autoestima que nos lleve a vivir de otro modo, incluso mejorando nuestra relación con los hijos.
Entretanto, si no podemos visualizar el cambio, crecerá la confusión y el estancamiento. Eso sí: estaremos entretenidos, porque indudablemente puede resultar más excitante la pelea que la soledad.
En el grupo conformado por Alma, Mili, Flor, Laura, César y Juan, el diálogo suscitado respecto de estos temas fue tan revelador que preferimos transcribirlo casi integralmente en su desarrollo: Alma: Me subleva que mis hijos sientan cariño por la nueva pareja del padre. Me da bronca porque él no me ayuda en nada y me da bronca porque ellos se llevan los frutos que yo cultivo.
Si fuera por él estarían muertas, porque no pasa para alimentos. Yo me hago cargo de todo y ellos disfrutan de mis hijas”.
Mili: ¡Me siento muy identificada con lo que decís!.
Juan: ¡Pero los hijos no son sólo de ustedes, también son del padre, y si él vive ahora con otra mujer!
Mili: ¡Bueno! pero ¿de quién es la responsabilidad? Si un hijo mío está con fiebre en la casa de su papá, que no se meta la otra; lo que pretendo es que él me llame o lo atienda solo!.
Juan: ¿Porque queres seguir manejando a tu marido. Es una cuestión de control, te interesa seguir controlando todo?.
Laura: ¡A mí me parece que todo pasa por la soledad de uno. Si yo tuviera pareja no sé si me molestaría tanto que mi hija vuelva de la casa del padre y me cuente que hizo o que no hizo con la otra!.
César: ¡Un momento, porque Alma tiene algo de razón en su bronca: él no se hace cargo siquiera de la cuota de alimentos. Y esto es real. Pero me parece que ella sufre todavía más porque aún cree que lo va a cambiar. Vos, Alma, te separaste y todavía, en algún rinconcito, no aceptas que él es así, aunque eso te llene de odio. Es así, ¿Entiendes? Si lo entendieras te decidirías a hacer un juicio por alimentos en vez de morderte los codos o reprocharle cosas que no te llevan a ninguna parte!.
Alma: ¡Pero es que yo no ando hablando mal del padre delante de los chicos. Ellos no saben lo del dinero, y si hago un juicio, no estoy destruyéndoles la figura del padre!.
César: ¡No te engañes: si haces un juicio estarás destruyendo esa imagen ante vos, y buena falta te hace. Además, seguro que los chicos algo saben, pero lo único que ven es una mamá que todo lo puede y un papá debilucho. Todo este sacrificio tuyo te deja mejor parada a vos que a él!.
Mili: ¡Yo siempre lo vi. A mi ex como pobre víctima y le aceptaba todo, hasta que viera a los chicos una vez por mes y no pasara la cuota de alimentos. Pero cuando formó su nueva pareja tuve la evidencia de la ruptura total y visualicé la realidad por primera vez: a mí me estuvo vendiendo la imagen de pobrecito porque quiero comprarla. Por eso no exijo ni exigí!.
Laura: ¿Por qué será que algunos siempre queremos cubrir la imagen del otro?
Juan: ¡Para salvar la propia! ¡Si todavía te preocupa tanto lo que hace ese tipo que pensas que es idiota o un cretino, quiere decir que vos también lo sos. En cambio, si te seguís fabricando algo que él no es…Pero yo insisto en lo del control. Yo, también pretendía controlar todo a distancia, pero es imposible. Nadie puede enseñar a otro a ser madre o padre.
Evidentemente, siempre habrá actitudes del otro que no cubrirán nuestras expectativas acerca de lo que se debe hacer o no- con los hijos. Esto pasa a diario incluso en los matrimonios. Pero hasta dónde nuestro disgusto por el comportamiento del otro (o de su nueva pareja) obedece al perjuicio real que le puede ocasionar a los hijos, y hasta donde responde a nuestros celos/competencia/necesidad de control o falta de aceptación de que el otro es como es y no como quisiéramos que fuera. Dicho de otro modo: solemos resentir e incluso temer que el modo en que nuestro ex desempeña su rol de padre o de madre está dañando el presente o el futuro de nuestros hijos. Sin embargo, lo más probable es que salvo acciones u omisiones muy concretas (abandono real o abuso sexual serían ejemplos más extremos) muchas de esas actitudes que a nosotros nos indignan no dejen las huellas que estamos temiendo.
¿Realmente estamos convencidos de que si el padre los arrastra todos los sábados a la casa de la abuela porque a él le resulta cómodo y no le importa que los chicos se aburran, esa actitud ocasionará un trauma irremediable en nuestros hijos.?
¿En serio creemos que si la madre les cocina todas las noches hamburguesas porque así tiene más tiempo para salir corriendo a ver a ese tipo, nuestros hijos morirán de inanición?.
Y si efectivamente así pensamos y tememos alguna posibilidad real de modificar lo que él o ella hacen en su vínculo con los hijos Es esa posibilidad la pelea, el reproche violento, la ironía despreciativa o las reacciones revanchistas.
Cada uno encontrara las respuestas que quiera y pueda. Pero algo es seguro: mientras más pendientes estemos de cómo se comporta el otro, menos energía nos quedara disponible para realizar nuestro propio rol y enfrentar con eficiencia las difíciles encrucijadas que se presentan a diario en la relación con los hijos.
Luego de la separación, no pocas mujeres descubren que habían depositado exclusivamente en su marido la pesada tarea de poner límites a los hijos. Y ahora que él no convive con ellos, es mamá la que debe aprender a establecerlos. En cuanto a los hombres, el divorcio los sitúa abruptamente frente a situaciones que tal vez nunca vivieron, ya que de eso se encargaba exclusivamente la madre: contar un cuento hasta que la criatura se duerma, darle de comer, controlar las tareas escolares.
Los anteriores son apenas dos ejemplos de la infinita variedad de cambios y adaptaciones que la nueva realidad nos impone. Que los logremos o no depende de nosotros, intransferiblemente. Es una tarea compleja, que no sólo requiere un profundo respeto por los hijos sino algo que es previo: honestidad con nosotros mismos.
Rosa: confiesa: Ni bien me separé, prescindí de la mucama. Así, de pronto, y en medio de todo el desbarajuste que vivía. Por supuesto, me dije que era por cuestiones de dinero, y algo de eso había. Pero luego, en terapia, descubrí que en realidad, de esa forma aumentaba mi papel de víctima y me mantenía más ocupada para evitar llorar a los gritos porque mi matrimonio había fracasado. Enloquecí a los chicos persiguiéndolos con el tema de la limpieza. Nunca me había pasado antes.
Fregar ollas también es una buena terapia, ironiza Mabel. Y agrega: Yo recién ahora estoy dejando de hacer un drama cada fin de semana, cuando los chicos están con el padre. Al contrario de otras mujeres, yo me quejo de que él los quiere ver demasiado, y eso me deja muy sola. Todavía no aprendí a disfrutar las ventajas de contar con tanto tiempo libre para mí. Por qué y por allí empieza a aparecer el verdadero mecanismo de un reloj implacable que marca cuántas horas invertimos en evitar hacernos cargo de nuestra propia vida, con lo cual será muy difícil que podamos contener y guiar la vida de nuestros hijos. Aferrarnos a ellos para cubrir nuestros vacíos o utilizarlos como pantalla con el fin de ocultar nuestras expectativas irreales son recursos a los cuales apelamos inconscientemente, pero no por eso sus efectos son menos perjudiciales.
Por supuesto, la edad de los hijos tiene mucho que ver: no es lo mismo separarse cuando son pequeños que cuando son púberes o adolescentes. Sin embargo, en cualquier circunstancia y a cualquier edad, ellos quedarán colocados en el medio, sumergidos en un conflicto de lealtades. Soldados inconsultos de una guerra en la que los ejércitos enemigos son sus padres, pueden incluso no cumplir meramente un papel pasivo y sufriente. A la fuerza, actuarán de árbitros, de apoyos logísticos, de mensajeros confusos entre uno y otro frente de batalla, de pequeños reproductores de las penosas estrategias ideadas por los adultos.
¿Qué puedo hacer si no quieren ver al padre?, se lamentaba Julia. Le llevó un tiempo darse cuenta hasta qué punto había influido ella en la actitud de sus hijos. Desde el divorcio, el centro de su vida estaba ocupado por el rol de madre. Su ex marido había formado nueva pareja y ella admite que se sentía destruida cada vez que sus hijos regresaban de la casa paterna. Los chicos de 5 y 8 años- comenzaron casualmente a hablar menos y menos de lo que pasaba en esos fines de semana; luego coincidió el hecho de que volvían con fiebre o con diarrea. Hasta que finalmente dijeron que no querían ir y todo el régimen de visitas se alteró, sin que el padre por su parte- protestara o intentara modificar la situación.
Poco a poco, la reflexión grupal ayudó a Julia a ver cómo los chicos necesitaban enfermarse cada vez que volvían a su lado, para que ella no se sintiera vulnerada en su rol de soy la más importante para ustedes, nadie puede cuidarlos como yo. Pudo entender, además, que el casamiento de su ex marido revivía en ella sentimientos muy primarios. Sentimientos de exclusión que todos, alguna vez, experimentamos cuando mamá y papá cerraban la puerta del dormitorio y nos dejaban afuera, o cuando nacía un hermanito y venía a ocupar nuestro lugar. No fuimos entonces la estrella principal de la película y eso dolía. Como duele ahora. ¿Qué tienen que ver nuestros hijos con vivencias tan antiguas? Nada y todo, podría decirse. Porque si bien nos relacionamos con ellos como padres, también somos personas impregnadas por una historia.
Así como la separación nos deja inseguros, vulnerables y heridos, al mismo tiempo detona conflictos no resueltos de nuestra infancia y adolescencia, sentimientos y modos de reaccionar previos al casamiento y a la paternidad. Son estrategias de vida que ahora repetimos aunque ya no nos sirvan. Ha llegado el momento de revisarlas.
Ante la separación, aquellos que siempre prefirieron enojarse antes que entristecerse repiten lo que les es conocido: no pueden experimentar el dolor de una pérdida y a cambio emprenden la lucha. Una lucha en la que los hijos son meros rehenes.
Así también hay mujeres que toda su vida confundieron amor con posesión y ahora les niegan a sus hijos el contacto con el padre. Hombres que aún antes de separarse tenían dificultad para resolver los problemas económicos y ahora se desentienden absolutamente de la manutención de sus hijos. Madres que transforman a los chicos en concubinos que alivien su propia soledad, y padres que ven en el hijo adolescente un cómplice de sus aventuras sexuales.
¿Se trata de maldad innata? ¿De reacciones patológicas? La frecuencia con que estas situaciones se presentan dice lo contrario. Nos dice, en todo caso, que el poder de desestructuración que tiene la separación puede ser inmenso y que, como siempre, el hilo tenderá a cortarse por la parte más débil: los hijos.
De cualquier forma, en cuanto a la función parental ninguna actitud es predecible: también están los que quieren mejorar el vínculo pero no saben cómo y quiénes súbitamente descubren que son mejores padres de lo que creían.
La mayoría, en realidad, se propone darles lo mejor a sus hijos. Pero es bueno recordar que nadie puede dar lo que no tiene. Solo damos aquello con lo que contamos: si tenemos odio y resentimiento, o confusión y angustia, eso es lo que recibirán nuestros hijos.
Nos reconforta imaginar que todo estara mejor el día que ganemos la batalla legal. O cuando el otro se de cuenta y modifique su actitud, vencido por nuestra inflexibilidad o convencido por nuestra resignación y sacrificio. Sin embargo, una y otra vez comprobamos que nuestros intentos fracasan. Desolados, miramos a nuestro alrededor y nadie tiene la respuesta.
En este sentido, prestemos atención a lo que tiene para decir una persona cuya experiencia en este terreno es valiosa. Se trata del juez Eduardo José Cárdenas, que desde 1985 y como parte de su labor en un Juzgado Civil de Buenos Aires, ha formado un equipo integrado por él mismo, siete asistentes sociales y un terapeuta familiar, destinado a orientar a las familias que atraviesan la crisis del divorcio. En su libro ¡La familia y el sistema judicial! (Editorial Emecé), el doctor Cárdenas le habla en estos términos a las parejas que inician un proceso contencioso de divorcio:Usted tiene que darse cuenta de dos cosas. La primera es la siguiente: El proceso judicial ayuda poderosamente a fragmentar aún más a una familia ya fragmentada, incrementa el rencor y la agresión, disminuye la tolerancia y la posibilidad de perdonar. Daña aún más los débiles vínculos que quedaban entre los padres separados y por este motivo es lo que más perjudica a los hijos. La segunda cosa es que el conflicto judicial siempre es un síntoma, un efecto, de un conflicto familiar más hondo que hay que descubrir, limpiar y curar. Si así no sucede, el litigio no termina nunca: prosigue hasta el infinito, o cambia de objeto y de nombre, pero no acaba.
Queda claro, entonces, que tarde o temprano aflorará una verdad interior ante la cual lo peor que podríamos hacer es cerrar los ojos. Se trata de asumir que no podemos ayudar a nuestros hijos, apoyarlos, contenerlos y defender su derecho a la felicidad, si antes no cumplimos esa tarea con nosotros mismos. Ahí radica la esperanza y la dificultad. La separación nos ha dejado a solas. A solas con una historia que merece ser revisada y un futuro pleno de incógnitas. En el medio, la clave: este presente donde hay mucho que hacer. Tal vez ahora nos enfrentemos a aspectos nuestros que siempre habíamos rechazado: incapacidades, falencias, debilidades, temores Seguramente también descubramos potencialidades que desconocíamos. Es un camino que nadie puede recorrer por nosotros. Podemos escudarnos en los hijos para evitarlo, pero eso no lograra que lo evitado desaparezca.
¿Quién, salvo nosotros, puede saber lo que sentimos y deseamos? Ni los abogados, ni los jueces, el ex cónyuge o los hijos son incapaces de encontrarle un sentido a nuestra vida. Esa responsabilidad está en nuestras manos. O mejor dicho, en nuestro corazón, que cuanto antes cicatrice sus heridas más cálidamente volverá a latir, y más abierto se encontrará a las necesidades propias y de nuestros hijos.
Lic. Matilde Garvich