Pocas veces nos detenemos a tratar de entender dónde están las raíces de esta violencia. Frecuentemente cada situación se resume en identificar quién es la víctima y quién  el agresor, en proteger a la víctima y castigar al agresor. Se sobre simplifica la situación y se la plantea como una cuestión de género: “Los hombres son machistas, son agresores”, lo que hace que muchos acepten que la solución es luchar contra el machismo, olvidando que la violencia tiene un origen y actores mucho más amplio. Para evitar la violencia intrafamiliar es necesario entender su origen y las razones que permiten su desarrollo. Cuando se investigan los antecedentes de una persona violenta, casi siempre se comprueba que el agresor fue un agredido en su infancia o parte de  una familia donde existía mucha agresión entre sus miembros. Es asombrosa la cantidad de padres que aceptan la violencia como método de educación. Con golpes, nalgadas, fajazos podremos domesticarlos, como se hace con los animales, pero con los niños no lograremos seres sanos, creativos y pensantes, solo estaremos sembrando la semilla del rencor, de la venganza y la violencia. Aquellos que dicen que una bofetada de vez en cuando no les hace daño, están justificando el uso de la fuerza. Amor y crueldad se excluyen, no se abofetea por amor. Así surge la violencia intrafamiliar.

A veces se suele pensar que la violencia intrafamiliar sólo existe en los niveles bajos de educación, en familias que viven en condiciones precarias. Esto no es cierto, las situaciones de violencia se presentan en todos los niveles sociales. Sucede que en los niveles más altos son, muy a menudo, toleradas para conservar una buena imagen exterior de la familia o aceptadas como precio por las ventajas económicas o de otro tipo que el agredido obtiene ocultando la realidad.

Los gritos, las reprimendas, los golpes, las decisiones arbitrarias,  las órdenes, el abuso de la autoridad paterna  sólo están destinados a callar al niño; lo humillan y lo degradan, y así se va instalando la vergüenza tóxica que, cuando adulto, lo  lleva a la timidez, a la imposibilidad de preguntar, cuestionar, comunicarse, o le hace desarrollar, como dijimos antes, una personalidad agresiva.

Hoy, muchos padres preocupados por sus hijos, buscan la manera de darles a ellos algo mejor que lo que ellos recibieron. Ellos fueron un eslabón de una cadena de abusos y maltratos, quieren quebrarla. Necesitan poner mucho esfuerzo, deben aprender a entender a sus hijos, a comunicarse adecuadamente con ellos, comprender y respetar sus sentimientos, darles amor y cuidado.

En las familias de muy bajos recursos, los padres sufren el peso de su propia historia de privación. Piensan, equivocadamente, que ellos no tienen nada que dar a sus hijos y entonces a menudo olvidan los derechos del niño, se vuelven hacia ellos y los utilizan para cubrir sus propias necesidades, los privan de la educación, los hacen trabajar o mendigar, o los abandonan librándolos a su propia suerte a una edad demasiado temprana.

En todos los casos los niños son testigos de los problemas familiares, de situaciones que no se hablan. A menudo  privados de la palabra y sin explicaciones que les permitan entender lo que acontece sufren en silencio, viven con miedo y,  más tarde, esa frustración la actúan en conductas rebeldes, problemas escolares y sociales, en adiciones a drogas o alcohol.

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